Tenemos talentos incluso de la misma talla, pero nos sobra algo que nos tiene anclados: regulaciones, gobierno grande, sindicatos mafiosos y políticos que si ven a un emprendedor teniendo éxito lo castigan con impuestos, burocracias y leyes que frenan el progreso.
Antonella Marty
Licenciada en Relaciones Internacionales y Ciencia Política.
Columna de opinión publicada originalmente en Infobae
En el libro “¡Crear o morir!” (2014), Andrés Oppenheimer se hizo una pregunta que casi una década más tarde sigue vigente: ¿por qué nos cuesta tanto que aparezcan individuos de la talla de Steve Jobs, Mark Zuckerberg o Bill Gates en América Latina?
Tenemos talentos incluso de la misma talla, pero nos sobra algo que nos tiene anclados: regulaciones, gobierno grande, sindicatos mafiosos y políticos que si ven a un emprendedor teniendo éxito lo castigan con impuestos, burocracias y leyes que frenan el progreso.
Es la intervención del Estado en la economía la que limita la innovación, la creación de empleo y las mejoras en la calidad de vida de los argentinos. Poco podría haber logrado un Steve Jobs, por ejemplo, en países como Argentina, Venezuela o muchos de los países que se suman a las filas del gobierno grande en América Latina. Porque abrir una empresa en el garaje de tu casa es ilegal y cada día se hace más complicado ahorrar dinero para invertirlo en un país donde abunda la inflación y falta la seguridad jurídica. La pregunta es la siguiente: ¿cuánto talento, empleo y éxito nos estaremos perdiendo?
Dicho esto, queda claro que la prosperidad de una economía no depende de sus recursos naturales, pero sí de la educación de calidad, de la apertura al mundo y al comercio internacional, de sus científicos, de sus emprendedores (desde las pequeñas y medianas empresas hasta las más grandes) e incluso de sus niveles de transparencia y la necesaria división de poderes para limitar la aparición de caudillos mesiánicos de todo tinte político.
Pero primero nos toca entender la figura del empresario o emprendedor. Una figura extremadamente demonizada a lo largo de mundo y de manera injusta. Para lograr entenderlo vamos a tener que identificar y distinguir a los actores del juego.
Esa demonización suele suceder debido a un personaje específico: el falso empresario, “empresaurio” o amigote del poder que consigue beneficios y privilegios dentro de un mercado regulado gracias a las políticas proteccionistas y que se encuentra en las antípodas del libre mercado. Estos sujetos se benefician de que al consumidor le cueste todo más caro y tenga una calidad cada vez peor de los productos que consume, mientras le venden el cuento del “precio justo”.
Pero ahora hablemos de los empresarios reales, los que hacen las cosas bien. Un empresario o un emprendedor puede ser el ferretero, la panadera, la dueña del mercado de la zona, el quiosquero, etc. Son aquellas personas que gestionan un negocio, una compañía (de cualquier tipo y tamaño) y buscan beneficios económicos por medio del esfuerzo, el trabajo y la dedicación. A su vez, generan empleo para otras personas que también trabajan en su negocio.
Los empresarios, los emprendedores, son los actores clave de las sociedades productivas, innovadoras y ricas. Por castigarlos como los castigamos en Argentina nos va como nos va, y es una lástima porque los argentinos tenemos todo para ser un país exitoso, próspero y con crecimiento económico.
En un entorno libre y sano, serán cada vez más las personas que abran sus propias empresas y tengan mayores oportunidades para seguir creciendo en su vida profesional, cumpliendo sus propias metas y apostando por la dignidad humana.
Pero ahora te invito un rato a que repasemos las más espectaculares invenciones de la historia (y ya te cuento para qué): en 1450 se inventó la imprenta; en 1590, el microscopio; en 1592, el termómetro; en 1712, el motor a vapor; en 1755, el inodoro; en 1760, las gafas; en 1796, las vacunas; en 1799, la anestesia; en 1800, la pila; en 1826, las cámaras fotográficas; en 1830, la locomotora de vapor; en 1834, la heladera; en 1837, el telégrafo; en 1855, el condón; en 1879, la bombilla eléctrica; en 1886, la Coca-Cola; en 1896, la radio; en 1897, la aspirina; en 1902, una idea de aire acondicionado; en 1912, los semáforos; en 1928, la penicilina; en 1929, la televisión; en 1945, el horno microondas; en 1950, la tarjeta de crédito y el control remoto; en 1960, el láser; en 1967, el disquete; en 1969, internet; en 1971, el e-mail; en 1973, el GPS; en 1975, el sistema Microsoft; en 1976, el VHS; en 1979, el disco compacto; en 1983, el móvil Motorola; en 1990, el servidor web www; en 1995, el MSN Messenger; en 1996, el Motorola StarTac; en 1998, Google; en 1999, el wifi; en 2001, el iPod; en 2003, Skype; en 2004, Facebook; en 2005, YouTube; en 2007, el iPhone; en 2009, WhatsApp y Uber; en 2010, Instagram, y así podemos pasar páginas y páginas.
Todos estos productos fueron inventados en su momento en países abiertos al comercio, al intercambio y la libertad económica, como Alemania, Inglaterra, Estados Unidos, Escocia o Francia, o por ciudadanos del mundo que lo lograron en aquellos países donde tuvieron que migrar debido a las políticas opresivas de sus Gobiernos intervencionistas. Tenemos todo lo que tenemos gracias a los emprendedores, no gracias al socialismo, al peronismo o al sindicalismo mafioso y dinástico.
Hoy nos toca entender que ser empresario no es malo. Ser empresario está bien. Ser empresario es sano. Lo que no es sano es pretender robar a otros, repartir dinero ajeno, jugar con el bolsillo y el futuro de las personas, destruir sus incentivos a costa de llenar los bolsillos políticos o incluso decir que la inflación está en la cabeza de la gente.